Tribugá es el apellido del golfo más amplio y extenso de todos los golfos del país. Se encuentra ubicado en la costa pacífica colombiana y, aunque no es muy conocido, cuenta con un valor incalculable en materia ambiental: hace poco fue nombrado como Punto de Esperanza por la organización internacional de conservación marina “Mission Blue”, reconocimiento que contribuye a su denominación como Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO.
Desde hace varios días este golfo ha recibido un cubrimiento mediático que lo ha puesto en boca de defensores del medio ambiente, empresarios y miembros de entidades estatales por la presunta intención de construir allí un puerto. Estas suposiciones surgieron gracias a la aprobación del artículo 101 del nuevo Plan Nacional de Desarrollo, donde se habla del alargamiento de licencias para la construcción de un puerto greenfield (es decir, con todo el equipamiento de vías, construcciones, ferrocarriles, etc.) de aguas profundas en el país. Varias personas asumieron que, con este artículo, se daba vía libre para la construcción de un puerto en la costa chocoana.
Estas sospechas no son infundadas. Desde hace algunas décadas, sobre todo a finales de los años 80, se gestó la idea de construir un puerto de aguas profundas en la ensenada de Tribugá; al parecer, sus condiciones geográficas permitirían el acceso, fondeo y atraque de grandes embarcaciones, y eso haría posible la llegada y salida de buques de gran tamaño. De esa manera, actuaría como complemento al puerto activo de Buenaventura.
La intención estaba tan consolidada que, en los 90, se creó la zona portuaria. En 2006, durante el gobierno de Álvaro Uribe, nació la firma Arquímedes, una organización empresarial de economía mixta que se convirtió en la principal impulsora del proyecto. Sin embargo, no hay mucha información sobre lo que pasó durante los ochos años del gobierno de Santos, que se concentró en poner a andar su “locomotora minera”.
La discusión se volvió a abrir debido a la aprobación del artículo del Plan Nacional de Desarrollo actual, especialmente porque abre la posibilidad de que proyectos como Puerto Tribugá sean una realidad. El hecho de que este tipo de normas sean aprobadas muestra que hay una continuidad en la visión de desarrollo institucional promovida desde hace algunos años por los distintos gobiernos, en la cual la explotación de recursos mineros es la punta de lanza de la economía nacional.
La justificación para realizar este puerto se basa en la necesidad de transportar más fácilmente los productos de la región occidental (entre ellas el Triángulo de Oro, zona que concentra algunas de las ciudades más importantes del país y en la que se genera más de la mitad del PIB anual).
Según una presentación del proyecto realizada por la Cámara de Comercio de Manizales, la intención es construir un canal de acceso de 3 kilómetros de longitud, con una profundidad inicial de 15 metros y final de 20 metros, así como muelles de 3.600 metros de longitud y un área de patios del puerto que comprendería 250 hectáreas.
De acuerdo con esta entidad, las ventajas del proyecto serían la rebaja del 30 a 50% en el costo de los fletes marítimos con la Costa Asiática, Australia y las costas occidentales de Canadá, EE.UU. y México. Además, generaría un ahorro en transporte a las ciudades del norte del país y Venezuela, permitiría la industrialización de la pesca del norte del Pacífico colombiano y el aprovechamiento de importantes recursos naturales, brindaría una alternativa al puerto de Buenaventura y, sobretodo, “se convertiría en un gran polo de desarrollo para el Chocó”.
Lo que piensan los opositores
Más allá del costo del proyecto —que estaría sobrepasando los US$300 millones—, varios sectores de la sociedad civil ya se han opuesto a su construcción. Expertos en economía y empresarios como Mauricio Cabrera y Óscar Isaza, creen que sería una inversión desproporcionada para el tráfico portuario marítimo que ha tenido el país en los últimos años, ya que, actualmente, Colombia cuenta con tres terminales marítimas de gran tamaño en Buenaventura que se encuentran operando al 50% de su capacidad, y que se estima llegarán a su tope hasta 2040.
Pero la principal razón para oponerse a esta obra es el impacto ambiental que supondría. En la planeación se contempla la construcción de infraestructura complementaria al puerto —como una ciudad, una zona franca, vías, aeropuerto y ferrocarril, entre otros—, así como un oleoducto desde La Guajira hasta Tribugá para exportar los petróleos de Venezuela, Brasil y Colombia hacia los países del Pacífico. Para todo ello sería indispensable talar una parte considerable de la selva chocoana, que actualmente está siendo afectada por la minería y la explotación maderera no controlada.
Además, la obra afectaría considerablemente a las poblaciones de la región, ya que resultarían impactadas 400.000 personas que conforman dos resguardos indígenas y cuatro consejos comunitarios. La ensenada de Tribugá y Nuquí están ubicados a 7 kilómetros el uno del otro, una distancia mínima que podría afectar a los pobladores de este municipio por cuenta de lo que ocurra en la ensenada. Los voceros de estas comunidades expresan que el proyecto realmente no traería progreso conjunto para la región, sino solamente para los inversionistas del Eje Cafetero, e impulsaría una visión de desarrollo que no está acorde con las políticas de las comunidades, quienes han ejecutado desde hace más de veinte años políticas de desarrollo sostenible en las áreas del turismo, la pesca artesanal y la agroindustria. Por si fuera poco, según la ley 70, para poder construir el puerto se tendrían que adelantar consultas previas con estas comunidades, cosa que hasta el momento no se ha realizado.
Distintas visiones de desarrollo: el centro del problema
El tema de las visiones de desarrollo es un punto clave en esta discusión. Las comunidades subrayan la importancia del desarrollo sostenible, pues es el que han implementado en los últimos años. Este concepto, que surgió a finales de los 80, fue acuñado en el Informe Brundtland de la Comisión de Desarrollo y Medio Ambiente de las Naciones Unidas, y se definió como un desarrollo en el que la satisfacción de las necesidades del presente no comprometa la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer las suyas.
Por eso, si se quiere optar por una visión de desarrollo sostenible, es necesario tener en cuenta variables diferentes a la económica y poner el foco sobre la conservación y el reforzamiento de los recursos naturales, así como en la atención a los grupos más desfavorecidos.
Es clave valorar conjuntamente las consecuencias económicas y ambientales de las decisiones que se hacen en pro del desarrollo: optar únicamente por un enfoque ambientalista sería obviar que toda actividad económica conlleva el gasto de recursos y la generación de residuos que, en ocasiones, pueden no ser asimilados por el medio ambiente Además, pensar solamente con este enfoque eliminaría toda oportunidad de inversión de proyectos de infraestructura que, bien ejecutados, podrían mejorar la economía de la región y de las poblaciones que allí habitan. Del mismo modo, elegir exclusivamente el enfoque económico haría que no se tuvieran en cuenta los costos monetarios que podrían suponer los impactos ambientales y sociales en la ejecución de los proyectos.
Pongamos al puerto de Buenaventura como ejemplo. En este proyecto prevaleció el enfoque económico y por eso, aunque se han generado grandes ganancias por su operación, se han afectado también las condiciones de vida de la población. La razón es que no se han realizado procesos de consulta previa para las distintas construcciones en el municipio y eso ha vulnerado los derechos étnicos de sus habitantes.
Una de esas vulneraciones es que las comunidades negras han tenido que abandonar la pesca artesanal y la madera como medio de sustento, debido a la tala de varios manglares para construir infraestructura portuaria y la contaminación de las fuentes hídricas. Esto ha causado que los habitantes de la zona estén dejando sus oficios para buscar trabajo en el puerto, pues ya no les es rentable seguir dedicándose a la pesca.
Pero no solo el aspecto cultural y económico de las comunidades se ha visto afectado; también sus condiciones de vivienda. Según investigaciones de la FIP, los habitantes de la región han denunciado que las vibraciones de las maquinarias pesadas han deteriorado —y hasta destruido— sus casas. Asimismo, la construcción de vías ha fracturado el territorio tanto física como socialmente, pues ha generado divisiones en las relaciones sociales y tradicionales de los barrios gracias a las reubicaciones de gran número de familias que han tenido que hacerse para poder realizar estas obras.
Este caso es un buen ejemplo de lo que sucede cuando las dos visiones de desarrollo no encuentran un punto en común. Al no contar con espacios de diálogo en los que pobladores y empresarios puedan exponer sus posiciones frente al desarrollo de la región, cada actor realiza acciones sin tener en cuenta los alcances que pueden tener en el ecosistema y en su relación con el otro grupo. Si se hubieran generado conversaciones entre ambas partes —con autoridades incluidas—, se hubiera podido generar una estrategia en la que la construcción y operación del puerto fueran viables social y ambientalmente, y en la que las poblaciones pudieran estar en mejores condiciones de las que están en la actualidad.
Por eso, antes de realizar otra obra de gran alcance en la costa pacífica (y en general en el país), es necesario revisar las lecciones aprendidas con la construcción y operación de puertos como el de Buenaventura y hacer un balance de los pros y los contras que podría tener la construcción de un puerto en una zona de alta biodiversidad. Pensar en desarrollo económico sin tener en cuenta el diálogo con las comunidades puede traer inseguridad, violencia y pérdidas enormes a nivel ambiental y social en este territorio.
Créditos foto: Semana Sostenible