Esta columna de opinión se publicó el 20 de febrero de 2021 en La Silla Vacía
Aunque el anuncio del gobierno sobre el estatuto para migrantes venezolanos es un paso clave para la integración desde el reconocimiento de derechos, parte del éxito pasa por entender que las narrativas sobre el/la otro/a tienen un papel fundamental. El ejemplo más mediático ocurrió en octubre de 2020, tras las declaraciones de la alcaldesa Claudia López sobre la relación de los migrantes con la inseguridad en Bogotá. El Barómetro de la Xenofobia —plataforma que sistematiza y analiza los discursos en redes sociales sobre la población migrante— registró incrementos significativos de discursos xenófobos. En el caso de Bogotá, aumentaron un 918% al día siguiente, en Cúcuta un 900% y en Cali un 376%.
Más allá de la discusión sobre si las declaraciones de la alcaldesa fueron xenófobas o no, lo ocurrido deja dos reflexiones. La primera es que, desafortunadamente, la percepción de la población migrante como generadora de inseguridad no es nueva ni exclusiva de la alcaldesa: hace parte de estereotipos arraigados en lugares que reciben migrantes. En nuestros círculos cercanos, es común escuchar al vecino, la tía o el taxista diciendo que la inseguridad en cierta zona es culpa de los venezolanos/as.
Según el Barómetro de la Xenofobia, entre enero y mediados de noviembre de 2020, el 20% de los mensajes en línea sobre migración a nivel nacional tuvieron un tono xenófobo o discriminatorio. El principal tema fue el de seguridad (45% de los mensajes registrados), mientras que solo el 14% de ellos se refirió a salud y el 7% a trabajo. Tales imaginarios negativos empezaron a mediados de 2015 con el incremento sustancial en el éxodo de venezolanos/as. Hoy la percepción de que la migración es una amenaza para la seguridad ciudadana del país está bastante generalizada, a pesar de ser solo eso: una percepción. Sin embargo, la Fundación Ideas para la Paz y otras organizaciones han insistido en que los datos demuestran que esta asociación no es real, ya que menos del 3% de la población de migrantes venezolanos/as ha estado involucrada en actividades delictivas.
A lo anterior hay que sumar que la conversación sobre Venezuela está sumamente politizada, lo que también marca las narrativas hacia la población migrante. En 2018 —durante el periodo preelectoral— se compartieron de manera viral mensajes de WhatsApp en los que se esparcía el rumor de que los migrantes estaban llegando a Colombia financiados por el gobierno de Maduro para incidir en las elecciones[1]. También, luego del Paro Nacional del 21 de noviembre de 2019, parte de las cadenas que circularon en WhatsApp señalaban que supuestos “vándalos venezolanos” estaban saqueando y atacando los vecindarios. Los migrantes han terminado cargando la etiqueta de ser los “sospechosos usuales” de supuestos planes de desestabilización.
También está posicionada la idea de que la migración “quita” empleos y “reduce los salarios”. Según un estudio realizado por OXFAM, siete de cada diez personas perciben que la inmigración baja los salarios y empeora las condiciones laborales (aunque, al igual que en el escenario de inseguridad, tampoco hay evidencias que demuestren una relación entre migración e incremento del desempleo). Por si fuera poco, ocho de cada diez personas de la sociedad colombiana expresan abiertamente que los servicios sociales colapsan a causa de la presencia de migrantes[2].
Quizás como sucedió con la alcaldesa —y como nos sucede también a nosotros—, terminamos hablando de los migrantes venezolanos desde el prejuicio y los estereotipos y no desde la evidencia, dejando de lado nuestra propia experiencia con esta población.
No sobra decir que los imaginarios afectan de manera diferente a hombres y mujeres, justamente porque se cruzan con las normas sociales que ya tenemos arraigadas (en este caso, estereotipos “naturalizados” de género). Los prejuicios hacia las mujeres migrantes suelen estar más asociados a la idea de que la mayoría acabarán ejerciendo la prostitución, dice el estudio de OXFAM. Ante la situación de precariedad en la que llegan, como no tienen oportunidades de trabajo y sí la necesidad de alimentar a sus hijos/as, se cree que no les queda otra opción. En el caso del hombre, el imaginario generalizado es que es violento, vándalo y hasta infiltrado.
La segunda reflexión es que ni las palabras de la alcaldesa, ni mucho menos las nuestras, son intrascendentes. Si bien es difícil establecer una causalidad entre el lenguaje estigmatizante o de odio y los hechos directos de violencia o discriminación, las declaraciones de la alcaldesa tuvieron un efecto inmediato en la reproducción de discursos de odio en redes sociales. Como lo muestra un informe reciente de la Personería de Bogotá y ACNUR, en el caso de Bogotá, casi el 50% de la población migrante consultada ha sido objeto de amenazas o intimidaciones por cuenta de su nacionalidad[3].
Esto nos recuerda que el lenguaje es un acto con consecuencias que, además, crea realidades. No solo nos revela el poder que puede llegar a tener, sino la responsabilidad de todos/as como ciudadanos/as cuando hablamos y nos referimos a ciertas situaciones.
En su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, en 1993, la escritora estadounidense Toni Morrison dijo que "el lenguaje opresivo hace algo más que representar la violencia: es violencia". Eso significa que hablar de cierta población desde el prejuicio y el estigma no es solo el reflejo de un imaginario social, sino un acto que, en sí mismo, perjudica a dicha población. Referirnos de una u otra forma hacia cierto sector, nutre ese imaginario social y reduce la realidad y las oportunidades de esa población a esa única etiqueta. En otras palabras: el lenguaje reafirma la identidad de un sector subordinado y es el vehículo mediante el cual se construye y refuerza ese orden social que lo discrimina una y otra vez[4].
Los estudios sobre actitudes hacia la población migrante también muestran algunos resultados que, aunque parecen contradictorios, resultan esperanzadores. Según el estudio de OXFAM ya mencionado, aun cuando predominan los prejuicios hacia hombres y mujeres migrantes, más del 80% de la población receptora encuestada en Colombia, expresa comprender las circunstancias que fuerzan a millones de venezolanos/as a migrar y manifestaron querer ser más tolerantes. Por eso, es importante tener en cuenta que, aunque no necesariamente somos responsables del prejuicio previo que existe hacia cierta población, sí lo somos de repetir y reforzar la discriminación y el odio.
No está de más preguntarnos cómo podemos hablar y expresarnos para potenciar todo lo que puede llegar a representar la población venezolana en Colombia. Estas son algunas recomendaciones para poner en práctica una comunicación más asertiva, empática y dignificante en nuestras conversaciones y redes sociales:
Humanizar las historias y evitar generalizar
Detrás de las cifras de la población migrante hay historias de personas, familias y comunidades migrantes y receptoras. Esas historias se componen de miedos, emociones, relaciones y expectativas. Simplificar los relatos a los lugares comunes es ignorar la variedad y los matices de cada historia de vida, y de las oportunidades que representan.
Fomentar la garantía de derechos para todas las personas, independientemente de su origen o condición migratoria.
Problemas como la falta de oportunidades laborales, la precariedad en la cobertura y atención de servicios públicos, y los altos índices de inseguridad, son anteriores al fenómeno de la migración venezolana y producto de problemas estructurales de larga data. Abordar la migración desde un enfoque de derechos —como es el caso de la aprobación del Estatuto— es una oportunidad para exigir una respuesta adecuada a tales carencias[5] y para dejar de convertir a esta población en “chivo expiatorio” de nuestros problemas de siempre.
Evitar difundir noticias y mensajes de crimen o violencia que asocien a la población migrante.
Este tipo de mensajes, que muchas veces se publican sin ser confirmados, tienen el efecto de infundir miedo y trasmitir un efecto desproporcionado de la participación de migrantes en la situación de inseguridad. “Si bien las olas migratorias traen problemas en el corto plazo —dice la Fundación Gabo—, la violencia no puede ser considerada una característica intrínseca de la migración, ni de los migrantes de determinada nacionalidad. Por ende, no es ético relacionar actos delincuenciales con la nacionalidad del perpetrador, más aún si esta no ha sido verificada”.
Usar términos precisos al referirse a una situación o grupo para evitar la estigmatización del migrante.
Ciertos términos refuerzan la criminalización y limitan la identidad a un estereotipo negativo, dice también la Fundación Gabo. En el caso particular de las niñas y mujeres venezolanas, es fundamental evitar chistes o comentarios que reproduzcan la hipersexualización y los roles de género que pueden contribuir a incrementar sus riesgos, vulnerabilidades y precariedad económica.
Colombia es el país con mayor cantidad de población migrante venezolana. Todo/as somos responsables de contribuir con el tipo de comunidad receptora que queremos ser así como de construir un imaginario de la población migrante basado en la multiplicidad de historias y sujetos que la componen, y no de una única versión que representa un mínimo segmento de esta población y que, por si fuera poco, ha sido magnificada hasta convertirse en un comodín conveniente para justificar nuestros problemas de siempre. Como lo plantea la filósofa Judith Butler, el lenguaje viene definido por su contexto social, pero también tiene la capacidad de romper con ese contexto.
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[1] Ordoñez, Juan Thomas y Ramírez, Hugo. “(Des)orden nacional: la construcción de la migración venezolana como una amenaza de salud y seguridad pública en Colombia”. Revista Ciencias de la Salud, vol. 17, 2019.
[2] OXFAM. Sí, pero no aquí. Percepciones de xenofobia y discriminación hacia migrantes de Venezuela en Colombia, Ecuador y Perú. Informe de Investigación. Octubre de 2019.
[3] Personería de Bogotá y ACNUR. “Informe sobre la situación de las personas provenientes de Venezuela en Bogotá D.C”. Enero de 2020.
[4] Butler, Judith. Lenguaje, poder e identidad. Madrid: Editorial Síntesis, 1997.
[5] Ibid. OXFAM