En este análisis también participó Gabriela Sánchez [*]

Una de las grandes fallas estructurales que ha dejado la pandemia del coronavirus en Colombia tiene que ver con el mercado laboral formal y la imposibilidad que tienen los y las jóvenes de acceder a él. Con o sin pandemia, el desempleo juvenil[1] en el país es un fenómeno que se ha recrudecido y que, como evidencian las movilizaciones y peticiones de la ciudadanía en el Paro Nacional, genera cada vez más preocupación e inconformismo en esta población. El desempleo juvenil es el resultado de mitos, tradicionalismo, sesgos de género y un gran número de obstáculos que generan un panorama complejo, más no irresoluble.

Uno de estos mitos es el de la movilidad social. En un conversatorio realizado por Semana en Vivo, en septiembre de 2020, durante las movilizaciones apoyadas por los jóvenes en contra de la violencia policial, Juan Carlos Flórez y Sandra Borda se referían a las pocas posibilidades que les brinda el país a sus jóvenes. Ambos argumentaban que hace unos años la educación era uno de los principales motores que impulsaba dinámicas de ascenso social: las familias pagaban grandes sumas de dinero por la educación de sus hijos, con la convicción de que esto se vería retribuido en un trabajo con buen salario y acceso a prestaciones sociales.

Aunque esta creencia se mantiene —las cifras del Sistema Nacional de Información de la Educación Superior (SNIES) confirman que hoy contamos con un mejor nivel de estudios—, los jóvenes también presentan mayores dificultades para acceder a un empleo con buenas condiciones. Según el DANE, para julio de 2020 el desempleo juvenil en Colombia llegó a una cifra histórica: de los 10,9 millones de jóvenes que habitan el país (un 21,8% de la población total), más de tres millones (29,7%) se encontraban desempleados, siendo la tasa de desocupación femenina la más alta (37,7% frente a 24,1% en los hombres). El panorama se torna aún más desalentador cuando el 33% de esta población son “Ninis” (ni estudian ni trabajan), y muchas mujeres tampoco son tomadas en cuenta por la tasa de desempleo ya que no solo no tienen trabajo, sino que, a raíz de la crisis, ya no están buscándolo. Eso hace que pasen de ser población desempleada a inactiva[2].

El fenómeno del desempleo juvenil no es exclusivo de Colombia. De acuerdo con el Banco Mundial, para 2019, antes de la pandemia, el 15,2% de los jóvenes del mundo se encontraban en situación de desocupación. Diferentes análisis han demostrado que esta tendencia podría generar mayor inestabilidad en el mercado laboral mundial debido al incremento de los costos en formación: en la medida en que se requiera un mayor nivel académico para ingresar al mercado laboral, aumentarán los precios de acceso a este derecho. Además, la incapacidad de encontrar trabajo puede conducir a la depreciación del capital humano (Contradov, 2014). En el caso colombiano, una tasa de desempleo juvenil del 20% nos ubicó en el puesto 53 a nivel mundial y en el octavo lugar de la región (Banco Mundial, 2021).

La situación resulta paradójica si tenemos en cuenta que, a la par con el ascenso en la tasa de desempleo juvenil, aumentó la cobertura en educación superior (de 34% a 52% entre 2005 y 2018), así como el número de jóvenes que realiza un posgrado y se especializa en áreas específicas del conocimiento (estadísticas SNIES). No obstante, según el SNIES, desde 2016 hay una clara tendencia a la baja en el número de matriculados en la educación superior, que se ha visto acrecentada por el fenómeno de la pandemia.

¿Qué pasó con la promesa de “a mayor estudio, mejores oportunidades”? El mercado laboral viene presentando desde hace un tiempo una serie de transformaciones —como la flexibilización laboral y el aumento en los niveles de tercerización[3]— que, aunque bien percibidas en términos de ingresos económicos, están dejando totalmente marginados a quienes, en últimas, son uno de los motores de la economía: los jóvenes trabajadores.

Este panorama plantea una pregunta pertinente y necesaria: ¿Cómo afrontar el desempleo juvenil? Partiendo del argumento de que este es un fenómeno multicausal que rebasa la acción del Estado, es necesario que sectores como el empresarial tomen acciones que complementen las estrategias institucionales encaminadas a combatirlo.

Malo si sí, malo si no

El mercado laboral en nuestro país representa todo lo contrario a un incentivo para los jóvenes: tradicionalista, focalizado en un grupo reducido de profesiones[4] y con una legislación que, aunque ambiciosa en sus objetivos, no le apunta a transformar los problemas de base presentes en la esfera del trabajo.

Al hablar de tradicionalismo, nos interesa destacar que los empleadores en Colombia poseen una tendencia a discriminar estadísticamente[5] de dos maneras: una, basándose en características visibles objetivas e imaginarios heredados del tipo “los jóvenes tienen menos experiencia, son más inestables laboralmente y por tanto menos productivos”, como expone en su análisis Aura Pedraza (2008), doctora en ciencias económicas y docente de la Universidad Industrial de Santander. Este fenómeno pone en evidencia un bajo nivel de confianza del empleador frente a esta población. La otra manera es juzgar a los aspirantes a partir de las características medias del grupo etario al que pertenecen y no por sus características individuales, que corren el riesgo de no representarlos (por ejemplo, la creencia extendida de que los jóvenes no están preparados para asumir retos laborales o que conocen muy poco de los trabajos a los que aspiran).

En suma, y como corrobora el estudio de Pedraza (2008) sobre el mercado laboral juvenil en Colombia, dentro del amplísimo número de aspirantes a un cargo, los jóvenes tienden a ser los últimos en la fila: el mercado laboral acepta y retiene a personas de mayor edad pues supone que la edad está fuertemente relacionada con la experiencia y los niveles de productividad. Esta tendencia resulta sumamente perjudicial, pues relega su preparación educativa (en aumento progresivo en los últimos años) a un segundo plano.

A partir de estas dinámicas, el mercado laboral no renueva la fuerza de trabajo que lo hace funcionar, disminuyendo su margen de dinamismo y capacidad de generar relevos generacionales. Además, se genera un círculo vicioso donde no hay empleo para los jóvenes por la falta de experiencia, que no puede ser adquirida precisamente porque tampoco es posible acceder a un empleo.

Lo paradójico es que el factor educativo sí tiene repercusiones en los y las jóvenes desempleados a la hora de acceder a un puesto de trabajo, sobre todo en los que pertenecen a un nivel económico más bajo. Cuando las tasas de desempleo abierto crecen, la competencia entre desempleados se hace más dura y afecta, en mayor medida, a las poblaciones pobres y excluidas que cuentan con deficiencias en la educación básica y en la capacitación técnica. Eso hace que su posibilidad de emplearse sea menor (Ramírez-Guerrero, 2002).

Otro factor que impacta a la hora de conseguir empleo es la alta informalidad. Un estudio de Castillo y García (2019) muestra que esta característica de la economía colombiana es una de las principales razones para que los jóvenes más educados no se empleen tan fácilmente, debido a que las vacantes que se crean no cumplen sus expectativas y eso los obliga a esperar por un mejor empleo. Este tiempo sin trabajar repercute en las posibilidades de emplearse a futuro; incluso, aceptar trabajos para los cuales están sobrecalificados puede afectar la consecución de un próximo trabajo que se ajuste más a su formación, pues la experiencia que adquieren en empleos de baja calidad no es la requerida en los empleos a los que aspiran.

Es importante mencionar que la industria nacional no ha logrado destacarse por su carácter innovador: los focos de empleo se mantienen en unos sectores productivos y, por lo tanto, en unas profesiones específicas. De manera paralela, la oferta de pregrados y posgrados se diversifica con programas innovadores que, sin embargo, no resultan relevantes para el mercado laboral nacional. El panorama sociodemográfico de la juventud en Colombia, publicado por el DANE en septiembre de 2020, demuestra que las y los jóvenes ocupados se concentran en cuatro áreas clave: comercio, agricultura, industria manufacturera y administración pública y defensa. En contraste, según estadísticas del SNIES, en el periodo 2016-2019 aumentó el número de jóvenes inscritos en programas de educación superior en el área de ciencias sociales y humanas, así como economía, administración, contaduría y afines.

No hay camello, ¿ahora qué?

En un contexto social donde el incremento del desempleo juvenil parece haberse vuelto costumbre, surge la necesidad de buscar alternativas de ingresos y oportunidades para quienes no encuentran una vinculación al mercado laboral.

De acuerdo con un informe de la CEPAL, las crisis financieras pueden recrudecer la violencia juvenil en América Latina (CEPAL, 2008). Como lo retrata la Defensoría del Pueblo, la exclusión socio-económica aumenta la vulnerabilidad de los adolescentes y los vuelve más propensos al reclutamiento de grupos al margen de la ley (Defensoría del Pueblo, 2020), sobre todo en las zonas rurales, donde esta práctica parece haberse consolidado gradualmente como una forma de sustento que puede garantizarles la provisión de salud, alimentación y otros elementos que son difíciles de encontrar en su cotidianidad por cuenta de las condiciones precarias y la falta de asistencia estatal. Un informe de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, publicado en 2020, expone que dentro de las causas que conducen al reclutamiento de jóvenes menores de edad se encuentran las económicas, y entre ellas, las oportunidades laborales (El Tiempo, 2020).

Esta es una problemática que se refleja en distintas partes del país. Según una investigación de la FIP de 2016 en el sur de Córdoba, la falta de oportunidades laborales y educativas eran factores que motivaban a los jóvenes para vincularse “voluntariamente” a grupos armados ilegales como el Clan del Golfo, que les ofrecía dinero, celular, armas y motos con el fin de reclutarlos (Vélez, García y Vásquez, 2016). Otra investigación mostró que, en distintos municipios del Meta, las jóvenes son blanco fácil para el reclutamiento por parte de grupos paramilitares y guerrilleros, pues sus condiciones precarias en materia económica y de educación las hacen más propensas a ingresar a cambio de un sueldo, lo que las expone a situaciones de violencia sexual (Sánchez, Rodríguez y Serrato, 2013).

Diferentes medios han registrado cómo los ofrecimientos monetarios se han vuelto cada vez más atractivos durante la crisis económica de la pandemia. Es el caso del crecimiento en el número de menores reclutados por el ELN en Tumaco y por los combos en Medellín, tal y como lo retratan algunos testimonios (Álvarez, 2021; Otis, 2021). De igual forma, la grave situación de inseguridad y violencia en Buenaventura se debe, entre otras causas, al alto índice de desempleo del municipio, que antes de la pandemia se situaba en 75% y que aumentó a causa de este fenómeno. Este indicador refleja la falta de oportunidades para los y las jóvenes, quienes además son presionados por los diferentes grupos armados de la zona para que se unan a sus filas (ELN, Clan del Golfo, disidencias de las FARC y varios Grupos Delincuenciales Organizados) (Pacheco, 2021).

Por otra parte, algunos jóvenes desempleados que cuentan con mayores recursos ven en la búsqueda de oportunidades académicas y laborales en otros países el camino más claro para solventar sus necesidades. Así lo reveló la OIM, al explicar que la fuga de cerebros en Colombia alcanzó una tasa del 10,4% en 2012 (Remisio, 2019). Esta tendencia coincide con las estimaciones del Institute for Management Development (IMD), que en 2018 calificó a Colombia como el cuarto país con peor retención del talento (Montes, 2018).

No solo se afecta el bolsillo: también la cabeza

La población entre los 14 y 28 años no es solo la más afectada por el desempleo, sino la que más sufre el impacto de la desocupación sobre la salud mental (Tomás, Gutiérrez, & Fernández, 2017). De acuerdo con un análisis de la Fundación “la Caixa”, existe una vinculación directa entre no tener trabajo y la presencia de problemas mentales, que alcanzan una mayor repercusión cuando el desempleo se prolonga por largos períodos. Esto es particularmente preocupante si se considera que globalmente los jóvenes tardan cerca de 13,8 meses en conseguir un empleo estable (OIT, s.f.).

Dentro de las principales afectaciones que tiene el desempleo sobre la salud mental se encuentran la depresión, el deterioro de los recursos psicosociales y la pérdida de confianza. Los impactos son tales que la Asociación Colombiana de Psiquiatría reconoce que quienes se encuentran desempleados presentan un riesgo entre dos y siete veces más alto de padecer depresión clínica. Esta situación también puede incrementar las posibilidades de desarrollar trastornos ansiosos, consumir sustancias psicoactivas y los intentos de suicidio (Fernández & Suárez, 2019).

A esto se suma que la pandemia ha demostrado tener un efecto diferencial sobre la salud mental de las personas jóvenes. De acuerdo con un estudio de la Universidad Autónoma de Barcelona, los adultos jóvenes son el grupo etario que más ha sufrido las consecuencias de la pandemia y del aislamiento sobre la salud mental en Colombia: el 48% ha reportado síntomas de depresión, el 40% de somatización y el 37% de ansiedad (Guzmán & Tamayo, 2020).

Ser mujer joven definitivamente no paga

A pesar de la tendencia generalizada, las estadísticas de la desocupación son diferenciales para las mujeres jóvenes: 2,3% más que la de los hombres a nivel mundial (Banco Mundial, 2021). Lo mismo ocurre en el plano nacional: según el DANE, el 37,7% de las jóvenes colombianas se encuentran desempleadas, lo que resulta paradójico si consideramos que cuentan con niveles de formación académica más altos que los de los hombres. El 36,6% de ellas cuenta con una educación intermedia o avanzada, un 4,7% más que el número de hombres entre los 15 y los 29 años con el mismo nivel educativo.

Pese a ello, a las mujeres le resulta más difícil vincularse al mercado laboral, algo especialmente preocupante pues los altos niveles de desocupación femenina reflejan una profundización de la carga del Trabajo Doméstico y del Cuidado No Remunerado (TDCNR)[6]. Un estudio de la Universidad del Rosario concluyó que el 80% de estas labores son asumidas por mujeres (Conexión Capital, 2020). Sin embargo, a pesar de que cerca del 23% de las colombianas en edad de trabajar emplean aproximadamente 8,5 horas diarias a dichas labores, esta ocupación no les genera una retribución salarial. De ser monetizada, representaría el 20% del PIB nacional (Universidad de los Andes, 2020).

A esto se suma que, en tiempos de pandemia, el confinamiento y la desocupación han incrementado las tasas de Violencias Basadas en Género (VBG). Tan solo en el primer mes de aislamiento durante 2020, se registró un aumento del 79% en las llamadas de auxilio por violencia familiar y violencia sexual (Oquendo, 2020). Además, de acuerdo con el Observatorio de Violencias contra la Mujer de la Fundación Feminicidios Colombia, el 2020 cerró con un total de 217 feminicidios.

Estas son algunas de las consecuencias que tiene el desempleo en los jóvenes, especialmente en un contexto como el colombiano. En una próxima entrega, abordaremos algunas recomendaciones que pueden ayudar a dar una salida a este complejo panorama.

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[1] Tomando como referencia los estudios del DANE, el Colombia el grupo etario de “jóvenes” corresponde a la población entre los 14 y los 28 años.

[2] Según el DANE (s.f.), la diferencia entre población desempleada y económicamente inactiva es que la primera se encuentra en edad de trabajar y no tiene trabajo, pero se encuentra buscando empleo de manera activa. Por el contrario, la población económicamente inactiva comprende a las personas en edad de trabajar que, en la semana en la que son consultadas, no se encuentran trabajando porque no lo necesitan, no pueden o no están interesadas en tener una actividad remunerada. Es decir, no tienen trabajo, pero tampoco lo están buscando.

[3] A partir del trabajo de Consuelo Iranzo y Marcia de Paula Leite (2012), entendemos la flexibilización laboral como la capacidad de la gerencia de ajustar el empleo, el uso de la fuerza de trabajo en el proceso productivo y el salario con el fin de reducir costos y disminuir barreras para contratar, pero también para despedir empleados. Por su parte, la tercerización laboral hace referencia a “todas las formas de contratación donde no existe una relación de dependencia o subordinación entre el contratante y el contratado, o bien esta responsabilidad es transferida a un intermediario” (Iranzo & Leite, 2012).

[4] Según la Unidad del Servicio Público de Empleo (SPE), adscrita al Ministerio del Trabajo, las carreras más demandadas en el mercado son las ingenierías, la mecánica y la medicina (Semana, 2020).

[5] El modelo de discriminación estadística fue desarrollado por Phelps (1972) y Arrow (1973) y se basa en la premisa de que las firmas tienen limitada información acerca de las habilidades y productividad de los aspirantes y, por tanto, tienen un incentivo para usar las características de fácil observación para tomar decisiones (Abadía, 2005) como raza, sexo, edad, entre otras.

[6] El Trabajo Doméstico y del Cuidado No Remunerado (TDCNR) incluye el cuidado directo de personas con necesidades físicas y emocionales: niños, niñas, personas mayores, enfermas y/o con alguna discapacidad, así como el trabajo de “mantenimiento” del hogar (ONU Mujeres, 2019).

* Politóloga de la Universidad Nacional de Colombia. Ha trabajado en el Observatorio Nacional de Memoria -ONALME y actualmente hace parte del semillero de investigación "Participación de partidos políticos y gremios en la implementación del Acuerdo Final de Paz" del Grupo Interdisciplinario de Estudios Políticos y Sociales - THESEUS de la UNAL.

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