Esta columna de opinión se publicó en La Silla Vacía el 12 de diciembre de2019

Desde hace ya un par de años se ha difundido masivamente una versión de feminismo cómodo, en que la mujer exitosa del mundo corporativo reconoce la desigualdad de género y promete que, para superarla, las mujeres nos debemos enfocar en nuestras propias aspiraciones. La receta es sencilla: desea lo que quieres, esfuérzate lo suficiente y los logros llegarán por sí solos gracias a la meritocracia.

Así las cosas, el indicador de éxito más común, es contar el número de mujeres que van conquistando espacios antes dominados exclusiva o mayoritariamente por hombres. Este indicador para medir avances en la equidad de género se utiliza en diversos escenarios que van desde lo corporativo y la política electoral (leyes de cuotas), hasta los procesos sociales y comunitarios. La meta es lograr paridad o, al menos, un tercio en la presencia de mujeres.

Si seguimos esa fórmula, lo cierto es que las directamente aludidas (y responsables) de la desigualdad de género son las propias mujeres y su nivel de voluntad.

Apostarle a que haya paridad entre hombres y mujeres es importante, pero no suficiente. La participación de las mujeres no se debe reducir a un número, ni depende solo de su voluntad y esfuerzo. Para promover que estemos en una situación de equidad, en escenarios sociales y comunitarios –que es donde se concentra este análisis–, es fundamental tener en cuenta tres asuntos. Primero, que las mujeres tengan las condiciones para asistir y permanecer en estos espacios de diálogo, segundo, que se cierren las brechas para que su participación sea activa, y, tercero, transformar ciertas normas culturales que definen la toma de decisiones, para que sus agendas sean realmente tenidas en cuenta.

Es decir, si se quiere aportar en términos de equidad de género, es necesario contrarrestar brechas estructurales materiales, de conocimiento y de autonomía, así como transformar las relaciones de poder y control que dominan el entorno de las mujeres. Se trata, como lo han advertido académicos como Moser, que la participación no se limite a contar mujeres sino también a medir su involucramiento y su influencia en la toma de decisiones.

Sin condiciones, no hay presencia

De entrada, para garantizar que las mujeres lleguen a los espacios de diálogo y toma de decisiones a nivel social y comunitario, hay que derribar algunas barreras que implican transformaciones importantes en prácticas de pareja, familia y oferta institucional. De esa lista de barreras, la más relevante, de acuerdo a estudios académicos sobre cómo medir los cambios en el enfoque de género, es el desbalance en las responsabilidades de cuidado y del hogar. Las horas extra de dedicación de las mujeres a este tipo de actividades, inevitablemente limita sus intenciones y aspiraciones.

En Colombia, según la última Encuesta Nacional de Uso del Tiempo-ENUT (2016 – 2017), las mujeres trabajan diariamente 2,1 horas más que los hombres, sumando trabajo remunerado (actividades productivas) y no remunerado (del hogar y de cuidado). Esta diferencia es mayor en los municipios, donde asciende a 2,6 horas, y menor en la ruralidad (0,7 horas), ya que en estas zonas las mujeres participan mucho menos en actividades productivas.

Otra barrera tiene que ver con la movilidad. Las mujeres, a nivel mundial, suelen tener menos acceso a los medios de transporte del hogar, por lo cual limitan su movilidad diaria si el transporte público es caro o inestable. A esto se suma que se desplazan entre distancias más cortas que los hombres por restricciones en su uso del tiempo y, según ONU Mujeres, por temas de seguridad (evitan tomar un transporte si van solas o si es ocupado solo por hombres).

La tenencia de activos de transporte también es significativamente menor. En Bogotá, por ejemplo, las mujeres se mueven un 7% menos en automóvil que los hombres, un 4% menos en bicicleta y un 40% menos en moto, según cifras recientes de la CEPAL y la ANDI, respectivamente. En el caso de Cauca, una encuesta de CCAFS realizada en 2014, reportó que las mujeres tienen un 38% menos de acceso al carro, 58% menos a la moto y 30% menos a la bicicleta.

A nivel comunitario ocurre lo mismo. La Fundación Ideas para la Paz (FIP), en el marco del proyecto Laboratorios de Empresas y Reconciliación, una iniciativa auspiciada por USAID que busca contribuir a transformar las relaciones entre las empresas, las autoridades locales y las comunidades, indagó por condiciones de seguridad, recursos económicos, movilidad y disponibilidad de tiempo para asistir a espacios de formación y diálogo. Los resultados siempre se mostraron más bajos para las mujeres. La FIP también analizó espacios de participación asociados a los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) en municipios de Cauca, Norte de Santander, Bolívar y Cesar, y encontró que, de un total de 994 asistentes, el 28% eran mujeres.

Presencia no es igual a participación

Una cosa es que las mujeres logren asistir a escenarios de diálogo y otra muy distinta que su participación sea realmente activa. Para lograrlo hay que tener en cuenta factores de agencia, que tienen que ver con la habilidad para definir intereses propios y actuar de acuerdo a ellos, y cómo se relacionan con el grupo en el que se encuentran. Esto último está guiado, por ejemplo, por expectativas y dinámicas de cooperación o negociación.

El tema de la autoestima o lo aspiracional es fundamental, ya que conduce, a fin de cuentas, a que las mujeres actúen de acuerdo con sus propios intereses. Y esto emerge de la mano con la autonomía, ya que, según estudios de género en América Latina, la alta dependencia de las mujeres a sus maridos u otros parientes hombres también afecta la conciencia de lo que pueden llegar a ser por sí mismas.

De ahí que despertar las aspiraciones y la voluntad de las mujeres es fundamental para que sus intereses queden puestos sobre la mesa, pero no se debe dar por sentado que llegan con el mismo nivel de conocimiento, habilidades y experiencia que los hombres, particularmente en asuntos técnicos. Se suma que hay temas que culturalmente se consideran de dominio masculino, lo cual puede dejarlas por fuera de la conversación. En Colombia, en contextos rurales, el analfabetismo es mucho mayor en mujeres que hombres, lo que afecta su participación activa si se asume que saben leer y escribir.

Este panorama se refleja en las experiencias de participación que tienen las mujeres en ciertas instancias comunitarias. Retomando el análisis de la FIP en el marco de los PDETS, hay amplias diferencias en el tiempo de las intervenciones entre hombres y mujeres. Para el caso de las instituciones públicas, el tiempo de intervención total de los hombres fue de 19.3% y el de las mujeres de 13%, y en el caso de las comunidades, el tiempo de intervención de los hombres fue de 24.4%, mientras que el de las mujeres del 12.9%.

El proyecto Laboratorios de Empresas y Reconciliación también muestra esta realidad. Cuando se les preguntó a los participantes sobre cómo se sienten en espacios comunitarios y de diálogo, las respuestas más recurrentes de las mujeres fueron: “incómoda”, “insegura”, “tímida” e “incomprensible”; mientras que los hombres utilizaron palabras como “seguro”, “comprometido”, “tranquilo” y “aprendizaje”.

Tener voz no es lo mismo que tener voto

Finalmente, está el proceso de toma de decisiones en los escenarios de diálogo, que está atravesado por las relaciones entre los que allí participan y cómo se percibe su rol. Y lo cierto es que existe una importante brecha en cuanto a la voz y el poder real que tienen las mujeres.

En el hogar, por ejemplo, suelen tener menor peso en la toma de decisiones, ya que en la estructura tradicional de familia los hombres son los que aportan la mayor parte de los ingresos, concentran los bienes y cuentan con mayor poder de negociación. Esto se reproduce en otros espacios por fuera del hogar, donde los roles de género definen ciertas normas sociales bajo las que los hombres son vistos como agentes políticos y las mujeres como sujetos bajo su protección. En otras palabras, existen roles preconcebidos que definen las normas informales de participación.

Siguiendo la experiencia de los Laboratorios de Empresas y Reconciliación, al preguntar sobre la participación de hombres y mujeres en instancias de decisión, se encontró que, si bien ha habido un incremento de mujeres en roles de liderazgo, al final del día quienes toman las decisiones son los hombres. Es más, el rol de las mujeres termina asumiéndose, en muchos casos, como secretarial.

Así las cosas, no son pocos los desafíos para avanzar en equidad de género en espacios comunitarios. Si se quiere asegurar la presencia de mujeres, de entrada, hay que asegurarse de que la convocatoria les llegue, lo que puede implicar, incluso, ir puerta a puerta. También es clave hacerse preguntas como: ¿quién va a cuidar a la hija o al abuelo de esa mujer? ¿qué riesgo de acoso sexual tiene el recorrido para llegar al lugar de reunión? ¿la comunidad va a ver con malos ojos que se quede sola en un hotel del pueblo para asistir a las actividades?

Luego, para garantizar su participación activa es necesario que, no solo se fortalezcan ciertas habilidades y la voluntad, sino que además se pongan en práctica metodologías para asegurar que puedan expresar sus posturas y opiniones. Esto requiere identificar e incluir temas que pueden ser de particular relevancia para las mujeres, y abordar de manera explícita qué riesgos o afectaciones para ellas puede tener aquello que se está dialogando, así como, las intervenciones de las empresas u otros actores claves.

Finalmente, en cuanto a la incidencia que tienen las mujeres en la toma de decisiones, es importante cuestionarse si los hombres dan validez a recomendaciones técnicas dadas por una mujer, si consideran legítima una decisión tomada por una mujer y cómo cambian estas respuestas cuando el sexo se cruza con otros factores como raza, edad y orientación sexual.

Todo esto implica suplir condiciones estructurales, discutir sobre cierto modelo de ser hombre que puede llegar a afectar la participación de las mujeres, e incluir la voz y el voto de liderazgos menos normativos o convencionales. También implica hacer un esfuerzo por transformar normas culturales. Todo lo cual va mucho más allá de poner cuotas mínimas de mujeres en política, en las empresas o en los indicadores de proyectos sociales, o de motivarlas a que dibujen una ruta de propósitos.

A propósito… del paro nacional, el Gobierno ha empezado a convocar reuniones con sus representantes para iniciar un diálogo social. Para que estos escenarios sean realmente incluyentes, el Gobierno, además de buscar asegurar una amplia representatividad, debería hacerse preguntas metodológicas para evitar repetir un lugar común: escuchar a quienes hablan más fuerte o a quienes tienen más herramientas de negociación.

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