Esta columna de opinión se publicó en La Silla Vacía el 12 de diciembre de 2020

Se van a completar cinco meses desde que el Gobierno radicó en el Congreso un proyecto de ley[1] que busca dotar al Estado de más herramientas jurídicas para enfrentar la minería ilegal de oro, con la intención de integrar sus distintas causas e impactos. La propuesta busca endurecer las penas existentes, crear nuevos tipos penales y establecer sanciones para quienes lleven a cabo la actividad o estén involucrados en su desarrollo en áreas protegidas.

Sin embargo, si lo pensamos con calma, la estrategia reiterativa que tiene el Estado colombiano de emitir normas para enfrentar el fenómeno de la minería ilegal de oro hace pensar que la fe depositada en la ley como una herramienta que, por sí sola, tiene la capacidad de transformar la realidad, produce más bien respuestas insuficientes y efectos contraproducentes.

No son pocos los ejemplos, en el sistema de oro en Colombia, que determinan la constante reproducción de dinámicas ilegales y que ponen freno de mano al poder transformador de las normas. Y aunque es cierto que los marcos legales son fundamentales para que las instituciones del Estado puedan hacer frente al fenómeno de la ilegalidad en la minería de oro, también lo es que la ley tiene límites; no es suficiente para abarcar la complejidad de las dinámicas que confluyen en esta economía ilícita.

Contrario a lo que puede pensarse, la cantidad de normas que hoy regulan la actividad minera aurífera es significativa. Para no ir más lejos, en la exposición de motivos del proyecto de ley del Gobierno que está en curso, hay una revisión del cuerpo normativo a través del cual se ha buscado controlar la cadena de producción y comercialización del metal. Sin embargo, el mismo texto admite “el panorama desolador que a su paso deja esta práctica ilegal en las regiones y el país en general”.

De alguna manera, el Estado reconoce la minería ilegal de oro como un fenómeno que sobrepasó el marco normativo existente, y ese es precisamente el problema que espera solucionar este proyecto de ley. Se asume que el problema de la ilegalidad se encuentra cifrado en la ley; es decir, que está mal diseñada, que no es bien implementada o que resulta insuficiente.

Esta mirada permite que se dé una práctica paradójica: la ley como el recurso predilecto para enfrentar la ilegalidad, es contestada con nuevas dinámicas que transgreden las normas, que intentarán ser controladas y resueltas, de nuevo, a través de la ley.

Uno de los ejemplos en los que se materializa esta práctica está en la regulación sobre el mercurio en la explotación ilegal de oro. Dentro de las disposiciones de la Ley 1658 de 2013, se establecieron controles estrictos para su importación. Se definió, así mismo, un tiempo para su eliminación total en los procesos legales de extracción. Pero a pesar de esta regulación, el mercurio sigue siendo un elemento de fácil acceso para los actores involucrados en la extracción del mineral en Antioquia y Chocó[2].

En otras palabras, las disposiciones que buscaban limitar el ingreso del mercurio a Colombia, han sido contestadas con nuevas dinámicas de ilegalidad (redes de contrabando, utilización de otras actividades industriales como fachada para su ingreso irregular, etc.[3]), que han puesto a funcionar circuitos de comercialización paralela a través de los cuales se asegura el acceso a este metal en distintos lugares de explotación en el país.

En términos normativos, las restricciones creadas por la Ley 1658 de 2013, no sólo no lograron limitar el ingreso y uso del mercurio en las áreas de extracción, sino que pusieron en marcha un nuevo negocio ilegal —hoy de carácter transnacional[4]—, que responde a los controles con un sinnúmero de dinámicas que involucran distintos actores, entre ellos: grupos armados, funcionarios públicos, empresarios o empresas. Así las cosas, el Estado abrió un hueco para tapar otro. 

Otro ejemplo tiene que ver con los mecanismos de formalización de actores mineros a nivel municipal. A las alcaldías se les otorgó la responsabilidad de expedir certificados individuales a quienes lleven a cabo minería de subsistencia en sus jurisdicciones. El mecanismo no tuvo en cuenta que las alcaldías no tienen la capacidad suficiente para verificar que cada una de las solicitudes corresponde a un ciudadano que no extrae el recurso de forma irregular, o que no prestará su registro a quienes tengan la intención de legalizar el oro extraído ilegalmente.

En este caso, la baja capacidad institucional local produjo una ola de solicitudes en áreas mineras que, en múltiples casos, terminaron siendo aprovechadas para lavar una cantidad importante de mineral extraído ilegalmente. En 2017, el Estado respondió estableciendo topes en el gramaje que un minero de subsistencia podía legalizar al año, lo que produjo, a su vez, un incremento en el uso de títulos mineros con nula o baja producción como fachada para incluir el metal ilegalmente extraído en la cadena de comercialización[5].

Lo que muestra este último ejemplo es la potencial infinitud del juego de reflejos que se plantea con el uso de la ley tal y como se ha venido articulando en la lucha en contra de minería ilegal.

Lo que limita el poder transformador de la ley

La posibilidad de transformar la ley debe pensarse a partir de la comprensión de variables y fuerzas que son determinantes en la configuración del sistema del oro y que, también, constituyen incentivos para la reproducción de la ilegalidad.

En primer lugar, debe hablarse del precio internacional del oro, que ha crecido en los últimos 15 años sin muchas variaciones[6]. El buen precio hizo que el Estado colombiano aprovechara la oportunidad y abriera la puerta para su explotación, lo que reactivó la actividad en muchas regiones del país que —aunque en su mayoría estuvieron siempre conectadas a la minería aurífera— vieron cómo a partir del año 2000 crecía de nuevo el interés por ese metal.

Estas condiciones determinan que el negocio asociado al oro sea muy rentable y que exista toda una infraestructura relacionada a su explotación y comercialización, convirtiéndose en un incentivo lo suficientemente atractivo para que distintos actores busquen y encuentren, cuando sea conveniente, espacios en la regulación para sacar provecho ilícito del negocio. Esto indica que poco importa lo completo o restrictivo del marco de normativo, si el precio y la postura del Estado frente a la actividad siguen siendo los mismos.

No hay que olvidar que el Estado está compuesto por individuos cuyos intereses se encuentran atravesados por las condiciones sociales, culturales, económicas y políticas de los contextos en que se encuentran. En este sentido, la presión que generan variables como la rentabilidad del oro, tiene el potencial de producir interpretaciones de la ley que no necesariamente se encuentran ceñidas al principio de legalidad. Lo que implica que en la implementación de una ley restrictiva, también se pueda favorecer a grupos de interés conectados con redes de ilegalidad del mineral en el ámbito local y nacional.  

Otra variable que limita la capacidad de la ley es la estructura centralista del Estado colombiano. Aunque ha habido una transformación importante en los últimos 35 años en términos de autogestión de recursos y definición de políticas de desarrollo e inversión que benefician a las entidades locales, persiste un desbalance entre el Estado local y el nacional.

Lo anterior se expresa, por ejemplo, en la difícil situación fiscal y de financiamiento que tienen entidades locales en cuyas jurisdicciones se lleva a cabo la explotación del mineral. Dicho desbalance guarda relación con un desconocimiento histórico de formas de ocupación, ordenamiento y uso del territorio de comunidades en espacios denominados como marginales o periféricos por parte de autoridades del orden central, lo que produce importantes tensiones entre actores institucionales y mineros con respecto a la forma en que se debe organizar y realizar la extracción aurífera. El desbalance entre las instituciones centrales y locales es, en sí mismo, un límite a la efectividad de las normas en espacios concretos.

Finalmente, otro límite a la capacidad de la ley tiene que ver con su ambigüedad. En el caso del proyecto de ley del que hablamos en esta columna, podría decirse que hay una falta de distinción entre lo que se concibe como “ilegal” y algunos tipos de minería que operan dentro de lo “informal”. Preocupa que las conductas punibles allí descritas en materia de exploración o explotación ilícita de minerales, no establezcan una distinción clara de las actividades ilegales frente a las de carácter informal.

Por esta falta de claridad, mineros de subsistencia y de pequeña escala que no han logrado formalizarse, podrían ser señalados como responsables de actividades punibles, equiparando su trato al de actores criminales, y eso terminaría por agudizar las condiciones de vulnerabilidad que históricamente han vivido diversos territorios[7].

Las oportunidades

Resulta claro que el esfuerzo del Estado colombiano por responder al fenómeno de la minería ilegal de oro, con una aproximación que deposita mucha fe en la ley —como lo evidencia el proyecto que se tramita en el Congreso—, parte de una visión incompleta de un sistema que se caracteriza por su complejidad.

No estamos diciendo que la ley es una herramienta que, por falsable, no es necesaria para enfrentar este fenómeno, pero debería acompañarse de otras aproximaciones. En este sentido, proponemos al menos tres consideraciones que deberían tenerse en cuenta a la hora de aplicar el marco normativo para hacer frente a la minería ilegal de oro en el país.

La primera tiene que ver con dar prioridad a la aplicación efectiva del marco jurídico que ya existe, incluso por encima de la decisión de introducir nuevas normas. Para esto, las garantías de condiciones operacionales, técnicas, financieras y administrativas mínimas en las instituciones encargadas de aplicar y hacer cumplir la ley, tanto a nivel nacional como —y, sobre todo— a nivel local, son fundamentales.

La segunda se centra en la formalización. Hay esfuerzos importantes por parte del gobierno con la ayuda del sector empresarial, sin embargo, es necesario combinarlos con alternativas de subsistencia económica adecuadas a las realidades territoriales, especialmente allí donde persisten dinámicas de dependencia minera que dificultan el éxito de otras actividades económicas. Para que estas alternativas funcionen, es importante que existan espacios participativos que permitan que las autoridades competentes puedan comprender y responder oportuna y adecuadamente a las necesidades locales.

La tercera consideración tiene que ver con comprender la complejidad que caracteriza el sistema de la minería ilegal de oro en Colombia. Esto significa pensar en su conexión con las dinámicas transnacionales. El lugar que ocupa Colombia en el orden global (como un espacio de extracción de commodities) plantea, cuando menos, la responsabilidad para que el Estado establezca medidas para asumir las externalidades de la decisión de que esta actividad sea un motor de desarrollo. Esta condición invita a pensar en las complicidades que se tejen entre la minería ilegal y los centros de poder a nivel global, especialmente en lo relativo a la trazabilidad del oro en los distintos eslabones de su cadena. Es por esto que, entre otras cosas, se hace necesario establecer mecanismos de cooperación con otros países de la región y el sector privado, que estén destinados a enfrentar los efectos derivados de la extracción y comercialización de oro extraído ilegalmente.

*Este análisis se escribió en conjunto con Daniel Dueñas, politólogo y abogado de la Universidad de los Andes, magíster en Derecho y estudiante de doctorado en Derecho de la misma universidad. 

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[1]Ver:http://leyes.senado.gov.co/proyectos/images/documentos/Textos%20Radicados/proyectos%20de%20ley/2020%20-%202021/PL%20059-20%20Explotacion%20Ilicita%20de%20Minerales.pdf

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